La pintura de paisaje urbano, las ciudades, se nos presenta a lo largo de la historia del arte como un devenir constante: en las miniaturas medievales aparecen las ciudades fortificadas, muchas veces trasunto de la Jerusalén Celeste o, más prosaicas, las murallas de cualquier escenario urbano de un milagro, como es el caso de las iluminadas Cantigas de Santa María. Por las ventanas de los primeros óleos del Renacimiento asoman, en brumas azules de lejanas montañas, ciudades de chapiteles e inclinados tejados, y el griego de Toledo nos dejará una magnífica vista de su ciudad de adopción, paradigma de la vista de ciudad, insuperada e insuperable hasta aquella serena vista de Delft del prodigioso Vermeer. La Venecia de Canaletto y Guardi, minuciosa, documentada, fruto de laborioso y paciente trabajo con cámara oscura, viene a ser el origen de la postal viajera. Por fin, el Impresionismo, audaz y burgués, pone el foco en los bulevares de París, magníficos picados del de Saint Honoré de Pisarro. Es este quien, ayudado por los reflejos del efecto de la lluvia sobre el adoquinado, nos inquieta con la sensación, en una línea de la pintura meteorológica que, desde Turner, venía recorriendo el arte occidental. Magníficos los cielos y la nubes de Constable, que aporta el sentir de la humedad. Pero si hay que buscar ejemplos de pintura del aire brumoso, de atmósfera que diluye contornos, podemos fijarnos en la dorada y serena vista de la Torre del Oro de David Roberts o en las brumas playeras de Villerville de Carlos de Haes.
Esa magnífica estampa urbana es trasunto de las urbes de Rafa Mediavilla. La panoplia de vistas de ciudades, reconocibles algunas, escondidas otras, envueltas en brumas, nubes o lluvia racheada, son la constante de sus ciudades. Aparentemente inacabados acrílicos y acuarelas, de colores medidos, cuando no lavados, muestran una maestría en la técnica pareja a la capacidad creativa. El pintor, conocedor de esa tradición de la ciudad como objeto del arte de la que venimos hablando, estudioso de cuantos le precedieron, sin dejar de ser deudor de la tradición, no pretende repetir ni repetirse, y nos aporta bellas estampas cargadas de misterio y profundidad. Aquí una cúpula, allá un torreón o el trasunto de un canal, con esas ventanas de construcciones que se nos antojan desiertas o, al menos, cuyos habitantes no asoman apenas por no romper, con su ruido, la serenidad reinante. Complemento de todas ellas es el efecto “teleobjetivo”, la acumulación de planos en un único contorno, de suerte que no hay rotundidad, sino luz y sombra, materia en regresión frente a la sensación que es lo que nos llega. Esa es la maestría de Mediavilla: de la materia a la sensación, rotos los límites del cuadro, como muchas veces lo hace, rompe a su vez nuestra distancia con lo representado, que es un lugar lejano, pero, mágicamente, nos adentramos en su atmósfera. Pintar la atmósfera, el aire, la vieja aspiración del pintor barroco. Malévich decía que “para los impresionistas la luz era el elemento de la sensación del mundo. Les era totalmente indiferente si ella reproducía o no la forma”. Así es la obra de Mediavilla: la luz es la razón de ser. La forma, cuando es, no es sino consecuencia.